Consolación y denuncia
María Paulina Ortiz. El Tiempo, 13 de mayo 2018.
Consolación y denuncia
María Paulina Ortiz. El Tiempo, 13 de mayo 2018.
El escritor Pablo Montoya reseña para LECTURAS el último libro del filósofo francés Robert Redeker.
Robert Redeker reflexiona sobre asuntos cruciales de nuestras sociedades contemporáneas. Sociedades en crisis éticas que urgen de inteligencias y sensibilidades, como la suya, para escudriñar los núcleos de la decadencia y efectuar sus balances. Estos asuntos son, entre otros, la alienación provocada por el consumismo, las redes industriales y los medios de comunicación que pregonan un juvenismo perpetuo, la vejez como acontecimiento afrentoso y la muerte con su cortejo de descomposición y dolor que se trata de ocultar. Y los balances, aquellos que escribe con lucidez valiente el ensayista francés, incluyen una sintomatología, un diagnóstico y, por supuesto, un tratamiento.
En la última obra de Redeker, editada por Luna Libros y el Fondo de Cultura Económica, el tema esencial es la muerte. La aventura interpretativa que se emprende es, en cierta medida, titánica. Los primeros apartes proponen una inmersión en las fuentes antiguas de la filosofía (la griega, la romana, la de los cristianos patricios) para ver de qué manera Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro, Epicteto, Lucrecio y Agustín comprendieron el asunto de morir y, claro está, esa coyuntura, entre trascendental y cotidiana, que ha estado en todo momento imbuida de enfermedad, sufrimiento y tragedia.
Desde un principio, reconocemos que las páginas que transitamos tienen un objetivo mayor: suscitar en el lector el sentido trágico y despertar el sentimiento de la desesperación. Redeker nos hace entender, a través de un periplo minucioso por textos fundamentales, y a lo largo de una escritura que no desdeña la confrontación ni la aprobación hacia los grandes pensadores leídos, que los hombres antiguos –y no solo los antiguos, sino los renacentistas, los barrocos y los modernos– sabían que la muerte estaba con ellos, y que era insensato dejarla pasar por alto.
Desde un principio, reconocemos que las páginas que transitamos tienen un objetivo mayor: suscitar en el lector el sentido trágico y despertar el sentimiento de la desesperación.
La muerte, su espantosa y maravillosa evidencia, es la piedra de toque de toda elucubración filosófica y el meollo que sostiene esas majestuosas e imperiosas moradas que llamamos religiones. “Toda cultura [anota Redeker] es una tentativa por domesticar la muerte”. Por ello, la muerte, al decir de Lacan, es algo que sucede en el campo del lenguaje. Ahora bien, así la filosofía y la religión se hayan confabulado para sopesar los grandes problemas de la existencia, Redeker afirma que es la filosofía la que ha terminado por darle un loable sentido a la muerte. Y cita un pasaje de la correspondencia de Descartes que dice: “En lugar de encontrar los medios de conservar la vida, yo he hallado otro más fácil y más seguro, que es el de no temer a la muerte”.
Pero al tener en cuenta que las religiones han anulado el sentido de la muerte, y a sabiendas de que se consideran depositarias de su saber, Redeker afirma que los sistemas filosóficos –y ahí están no solo Descartes, sino Leibniz, Kant y Heidegger– lo que han hecho no es evitar la muerte, sino enfrentarla para conjurar el miedo que ella provoca. De estas diversas conjuraciones, entonces, trata parte de este libro. Por tal razón, y esto es lo que el autor le propone al lector, El eclipse de la muerte es un libro que consuela.
En medio de un itinerario de padecimientos y degradaciones físicas, que no excluye las condiciones mefíticas que signan al cadáver, la voz de Redeker señala la senda de la esperanza. Y esta consiste, simplemente, en apurar la vida con intensidad sin desconocer su primordial basamento: la experiencia de la muerte. Somos criaturas forjadas para la vida y para la muerte, y ambas facetas, vividas desde la corporalidad, la intelectualidad y la espiritualidad, son las que hacen que nuestra existencia, más que la de los animales y los vegetales, sea de una singularidad tremenda. Redeker, por lo tanto, jamás olvida esta certeza, y en cada uno de los capítulos del libro ilumina con sus interpretaciones los contornos de esta peculiaridad.
En sus libros, Redeker se ha centrado en analizar temas como la vejez y la muerte.
El eclipse de la muerte disecciona los modos en que las democracias neoliberales, alienadas por el consumo y las dinámicas de la euforia perpetua –para emplear una expresión cara a Pascal Bruckner–, y alimentadas por el viagra y el bótox, asumen la muerte. Pero ellas, en realidad, no la asumen, sino que la evitan, la ignoran, la invisibilizan. Desde esta perspectiva, lo que leemos es también un libro de denuncia. Redeker, al seguir el rumbo de la visión humanista que ha caracterizado sus anteriores libros como Egobody: fábrica del hombre nuevo y Bienaventurada vejez, identifica las estrategias de los mercaderes de esa juventud prolongada y esa vejez no detenida sino ignorada de nuestros días. Y su desprecio hacia tales modalidades del engaño de los empresarios de la belleza perenne y el vigor sin decadencia, va acompañada de una crítica demoledora.
Redeker analiza las significaciones de una muerte desimbolizada que ha desembocado en una grotesca parodia de la inmortalidad construida con una profusión aplastante de imágenes industriales. “El hombre es hijo de la muerte y cuando descubre esta poderosa verdad es que se inicia realmente la aventura de la humanidad”, dice Redeker. Y nos aclara que la humanidad al saberse físicamente perecedera, ha soñado siempre con la inmortalidad. Sin embargo, el tamaño de nuestra crisis, en lo que tiene que ver con la experiencia de la muerte, es que esta no pasa ahora por la espiritualidad de otros tiempos, sino por esas invenciones (la farmacia, la técnica, la informática) que han empezado a mostrar sus rostros enajenantes y, en cierta medida, totalitarios.
Frente a un mundo que se niega a prepararse para morir, que desconoce lo indispensable que es educarse para enfrentar la muerte, Robert Redeker presenta una serie de actividades que se entienden como formas de resistencia y rebeldía. Una de ellas es el regreso a la sacralización de la vida y de la muerte. Sucedido el rotundo triunfo del nihilismo –y ya no es posible hablar de ese nihilismo anárquico de los revolucionarios vehementes de ayer, sino del frívolo nihilismo de hoy enarbolado por los consorcios multinacionales de la biotecnología– en El eclipse de la muerte se proponen las vías del misticismo cristiano, entendido este como una experiencia plena del más allá, o de la muerte, vivida desde la condición de una contingencia angustiante y plena. En esta dirección, Redeker hace una conmovedora defensa de la poesía como lugar de la palabra que resiste a la agonía de la muerte. Porque nos dice, con claridad ejemplar, que “la muerte solo existe porque existe la palabra”. Igualmente, se plantea el medio de disminuir, a través del conocimiento directo de la enfermedad, los efectos perniciosos del ego, “ese amo tiránico, vanidoso y aborrecible”, como lo definía Pascal, y que en las sociedades occidentales de ahora ha terminado por convertirse en una criatura desmesurada cuya ambición máxima es querer vivir sin verle los ojos a la muerte.
Redeker analiza las significaciones de una muerte desimbolizada que ha desembocado en una grotesca parodia de la inmortalidad construida con una profusión aplastante de imágenes industriales.
El panorama diseñado por esta “inmortalidad transhumanista”, así es como la denominan estas páginas, es aquel en el cual “el hombre no haría más que escapar de sí mismo, y en el que habría olvidado morir”. Una realidad donde la única opción sería el entretenimiento y su cotidiana vacuidad. Unas coordenadas en las que el goce de los sentidos estaría garantizado por el viagra, la belleza por la cosmetología, y en las que la vivencia trascendental del sufrimiento se ahuyentaría con la eutanasia y los cuerpos muertos se volverían invisibles con la cremación. Es, pues, contra este orden de cosas ignominioso que Redeker se enfrenta. Y lo hace con el contundente argumento de que hay que vivir la vida con su necesaria dosis de enfermedad y muerte que ella nos depara. Son ellas, finalmente, las únicas que podrían devolvernos ese antiguo y honorable enaltecimiento.